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El
grado de salud de cada cual depende en gran medida de sus propias decisiones:
alimentación, ejercicio y actitudes conforman su trípode.
Dicho
de forma popular y rimada: poco plato, mucho trato y mucha suela de zapato. Es
decir, frugalidad en el comer, rica vida social y movimiento animoso del esqueleto cada día. De esos tres
pies sobre los que se asienta nuestra salud, me centraré hoy en el dedo gordo
del pie social o de las actitudes: la decisión de perdonar.
Todas
las religiones otorgan al perdón un gran protagonismo; la católica, mayoritaria
en nuestro ámbito cultural, lo coloca justamente en el centro de su mensaje a
través de la presencia de Cristo en la Tierra hace 20 siglos. El diccionario académico
define la acción de perdonar como “remitir la deuda, ofensa, falta, delito
u otra cosa”. En esta reflexión me gustaría oponer el concepto de perdón al de
resentimiento o rencor, emociones profundamente perjudiciales para la salud de
quien las atesora.
La alternativa de perdonar o no es una
de las grandes oportunidades que los seres tenemos para hacer uso mayúsculo de
nuestra Libertad. Hacer borrón y cuenta nueva de una ofensa o daño es una
decisión íntima que debe ser elaborada desde la porción más evolucionada de
nuestro cerebro: el neocórtex, que nos diferencia de las especies predecesoras.
Por tanto, perdonar es una cualidad profundamente humana, además de
definitivamente liberadora. El resentimiento nos encadena a la ofensa recibida
o sentida: no siempre la intención del ofensor coincide con la percepción del
ofendido. El perdón nos hace libres rompiendo esa atadura.
El resentimiento, además, es una
emoción que sólo daña a quien la guarda porque, al igual que el perdón, es
íntima y personal, no flagela o castiga a quien la originó en nosotros, por
tanto es un daño “reflexivo” en el sentido gramatical de que sujeto y objeto
coinciden. En el fondo, a quien perdono o niego perdón es a mí mismo puesto que
nadie puede herirme sin mi consentimiento. Los otros son libres de hacer o no
hacer y su actitud obrará en mí en función de mi decisión, a excepción de los
daños físicos que no pueda evitar. No somos responsables de los actos ajenos ni
siquiera, en sentido humano, de los actos de nuestros hijos menores. Nos harán
responsables jurídicamente pero nosotros no estamos en su capacidad de
decisión, podremos influirla pero el acto último es de ellos.
Para muchas personas perdonar se
vuelve un mundo, incluso para creyentes y practicantes lo cual constituye una
contradicción. En el resentimiento hay un lamerse la herida, un masoquismo
pecaminoso, una cobardía, un temor a hacer uso de la libertad de crecer y ser
autónomo porque el rencor encadena al igual que su contrario, el perdón,
libera. Ansiamos teóricamente la libertad pero al mismo tiempo la tememos
porque nos obliga a optar, elegir, decidir y asumir las consecuencias.
Los animales no pueden perdonar,
simplemente olvidan o quedan atados para siempre a una situación traumática.
Los seres humanos hemos de trabajar esa potencia innata de superar el daño u
ofensa que el prójimo pueda producirnos espontánea o intencionadamente. Disponemos
de la gran oportunidad de mirarnos hacia dentro y pasar lista a los
resentimientos, a las ataduras, y comprobar que nos siguen doliendo cuando las
evocamos; no sólo emocionalmente en ese momento, están minando de forma
silenciosa y persistente nuestra salud. ¡Cuántas enfermedades graves tienen su
origen en un nudo emocional! No nos hacemos ni una pequeña idea, y está en
nuestra mano la curación, sin fármacos ni cirugía.
Invito a revisar nuestros posibles
rencores visibles o escondidos. Sugiero hacer un trabajo de superación para ir
sublimándolos con generosidad sincera. No olvidemos que no es el destinatario
de nuestros resentimientos quien sufre el daño sino exclusivamente nosotros
mismos, en cuerpo y mente. Si nunca lo hemos practicado tenemos ahora por
delante una deliciosa ocasión: descubrir lo gozoso que resulta experimentar las
consecuencias de perdonar. Añadiré un disparate: perdonemos aunque sólo sea por
puro egoísmo. Si personal y socialmente fuéramos más capaces de poner en
práctica esta capacidad, el mundo sería un lugar mucho más pacífico, amable y
justo.